Juan Rulfo no escribía santos

Juan Rulfo no escribía santos. Por eso dijo un día que debió nacer de noche. Por tanta oscuridad, por tanta mala sombra. No es fácil leerlo sin caer abatido de la tristeza o aturdido por su talento. Luego se dejó morir, o se secó, o se recluyó en sí mismo, abrasado por la canícula del tiempo, intimidado por la gloria de Pedro Páramo. Rulfo fue por tres años el mejor escritor sobre la Tierra; no parió México un narrador igual.

A Rulfo escribir le suponía una tarea dolorosísima, tanto que lo evitó mientras pudo. Esto lo saben bien quienes le conocieron y quienes le habitaron. “No son más de 300 páginas”, apuntó García Márquez, “pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles”. Sus cuentos son viajes hacia lo remoto, desfiles de hombres y de mujeres hostigados por un calor perverso, oprimidos por causas injustas de otros hombres y mujeres igualmente desolados; solo que más poderosos. En Rulfo, la muerte es tan cotidiana como la noche.

Ningún escritor relató tantos muertos. “El asunto no es que nos enfrente a la realidad de la muerte”, esboza Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo, “sino la forma en que lo hace. Es decir: como los antiguos”. Y aquí Jiménez reivindica al narrador de Jalisco, casi sin advertirlo, como deudor de la tragedia griega, donde el destino del hombre y la muerte que aguarda caminan de la mano; como continuará sucediendo, medita, “mientras seamos mortales”.

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En su lecho de muerte, Juan Preciado promete a su madre que viajará por ella a Comala, donde ella nació y donde vive su miserable padre: Pedro Páramo (“El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”). Pero allí no hay vivo que respire ni muerto que no lamente. En este poblado, reconoció el autor a Robert Saladrigas en 1971, el tiempo “no transcurre en el espacio”. Comala es un pueblo muerto a los ojos de sus pobladores, muertos del mismo modo. Y esa falta de rostros, esa indiferencia hacia los sentimientos, se la reprocha a Jorge Luis Borges, quien dijo: “Cuanto más primitivo es un pueblo, menos siente el dolor y menor es su capacidad de experimentar sentimientos”. Comala, por mucho, debió ser el poblado más primitivo de América.

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La literatura de Juan Rulfo está directamente ligada a su época y a cualquier otra. Sus dos grandes trabajos –la recopilación de cuentos El Llano en llamas y la novela Pedro Páramo– versan sobre los fracasos de la Revolución mexicana (1926-1928) “en cada una de sus promesas” [1] y sobre la frustración que despertaron los daños colaterales en quienes padecieron tanta vileza. “¡No queremos este duro pellejo de vaca que se llama el Llano!”, clama uno de los campesinos en Nos han dado la tierra. En todos sus relatos, desde el primero hasta el último, se encuentra un fantasma común que todo lo mortifica. Y si Rulfo, llegado el momento, hubiera decidido cambiar su registro; si Rulfo, en un brote de locura, hubiera osado a cambiar de idioma, no habría sido difícil reconocer su voz como se reconoce el fuego en una pira.

Hay mucho de sastre en su prosa; el menor de los detalles está sobradamente estudiado y no hay palabra que haya esquivado la aguja. En Pedro Páramo los saltos en el tiempo son tremendos, así como el brío de las voces que se alternan en el relato; todo en sí mismo pertenece a un perfecto ensamblaje elaborado puntada a puntada.

A Rulfo, precipitadamente, le acusé yo de ser heredero de Faulkner; Jiménez me reprendió: “En él está presente toda la literatura”. Sobre todo de poetas como Rainer María Rilke, a quien tradujo al castellano; o de dramaturgos como Samuel Beckett, responsable de Esperando a Godot, donde terminamos la obra sin saber si Godot realmente existe. Sin duda hay mucho de Beckett en Rulfo. Con todo, intuyo que divertido, me cuenta Jiménez que su traductor al japonés le encontró similitudes extraordinarias con el teatro noh, de larga tradición popular en la isla, donde los personajes, cubriéndose de trágicas máscaras, prescinden del propio rostro. Entonces, me quedó claro, la joven Frederika Amalia Finkelstein tenía razón: “Un escritor es alguien que lee mucho”.

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“Treinta años después de haber salido del pueblo regresé a él en busca de mi infancia perdida allá y lo encontré abandonado, totalmente abandonado, las calles desiertas, las viviendas deshabitadas, invadido todo por el polvo y la soledad más espantosa. A alguien se le había ocurrido la peregrina idea de sembrar en las calles una especie de árboles que se llaman casoaricas. Yo pasé una noche allí, solo, temblando. Las casoaricas son muy parecidas a los pinos, solo que sus ramas son más largas y las hojitas muy compactas no sisean con el susurro tan característico del pino, sino que gimen cuando sopla el ventarrón. Escuchar aquellos gemidos lastimeros en la soledad de lo que había sido mi pueblo, un pueblo que dejé próspero y recuperé gimiente, como si fuesen las piedras, las calles, las almas de los habitantes enterrados o huidos quienes expresaran su dolor en sollozos, me impresionó tanto, que de aquella estancia mía imborrable nació Pedro Páramo” [2].

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Juan Rulfo tenía un nombre tan largo que bromeaba con que le habían apilado toda la herencia familiar encima. Perdió a su abuelo y a sus padres de muy niño y le mandaron a un orfanato con hechuras carcelarias en Guadalajara. Allí, dijo Rulfo, enviaban los padres ricos a sus hijos cuando pretendían castigarlos severamente. Y allí, continuó, únicamente aprendió a deprimirse.

Su vida no fue sencilla. “Rulfo se esforzó mucho para poder crear una familia y sostenerla adecuadamente”, explica Jiménez. Se refiere, por ejemplo, a cuando fue funcionario de inmigración por diez años, a cuando supervisaba las tripulaciones marítimas italianas y alemanas que llegaban hasta el Golfo durante la Segunda Guerra Mundial, a cuando –ya parece el colmo– se ocupó de un negocio de venta de neumáticos para automóviles, por lo visto con cierto éxito comercial. Rulfo se esforzó por convertir la literatura en una inclinación remunerada. “Las pasó duras, pero lo consiguió”, sentencia Jiménez. “Lo curioso es que en su caso eso perduró, y no reemplazó su vida familiar, con los cambios lógicos que impone el paso del tiempo, por su éxito como creador literario”.

Otro elemento que nos resuelve su personalidad fue su feroz desinterés por lo que Balzac bautizó como la vida literaria. “Se mantenía a cierta distancia de la misma”, concluye el director de la fundación. “Tuvo amigos escritores, pero bien elegidos”. Cuentan que guardó una gran amistad con Juan Carlos Onetti. Cada vez que se encontraban se saludaban efusivamente, con abrazos infinitos, y luego se sentaban a beber durante toda la noche y no se dirigían una sola palabra. Ambos fueron autores de palabras escogidas.

Con todo, el alcohol acompañó a Rulfo durante toda su vida. No pudo rehabilitarse de aquello nunca. El alcohol estuvo tan presente en su vida como lo estuvo la literatura. La ansiedad cuando bebía era tal que, no en pocas ocasiones, le encontraban dormido por las calles de Ciudad de México tras antológicas borracheras. El alcohol le dejaba tan aturdido que cuando despertaba le habían robado hasta los cordones de los zapatos.

La presión a la que sometía la tribu de eruditos al autor mexicano fue desmedida. No era sencillo distinguir entre amigos y detractores y las preguntas sobre su sequía literaria comenzaban en el primer apretón de manos. En un viaje que hizo a Caracas en 1974 alguien le preguntó, haciendo uso de la vieja técnica del acoso y derribo, por qué demonios no escribía. El mexicano, que conocía bien la pregunta, flaqueó por unos instantes para luego confesar que su labor, más que de escritor, fue de escribano:

“Porque se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias. Siempre andaba platicando conmigo. Pero era muy mentiroso. Todo lo que me contaba eran puras mentiras, y entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó fueron sobre la miseria en la que había vivido. Pero no era tan pobre el tío Celerino. Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además”.

El tío Celerino, sonríe  Jiménez, es “el autor oculto de la obra de Rulfo”. “Lo fue del modo en que Cide Hamete Benengeli lo es del Quijote, y esto último lo asentó el mismo Miguel de Cervantes en un momento de sinceridad. Y yo no voy a desmentir a ninguno de los dos”.

Tras Pedro Páramo, Rulfo guardó tres decenios de silencio. Pero con una sola novela alcanzó la aspiración última de todo autor ambicioso: escribir una obra maestra. Luego dejó inconclusas otras dos narraciones largas: La cordillera –ambientada en el siglo XVIII– y Ozumacín –situada en el XX–, sin olvidar una novela escrita en su juventud –apenas 23 años– que se preocupó por ocultar tras advertir que era “retórica y alambicada” [3]. Su bibliografía siempre fue un escueto recorrido por la historia íntima de México.

El 7 de enero de 1986, hace 30 años, murió Juan Rulfo a los 68 años.

(…)

Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: “Todos escogen el mismo camino. Todos se van”. Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.

–Susana –dijo. Luego cerró los ojos–. Yo te pedí que regresaras…

… Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna, tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana. Susana San Juan.

Quiso levantar su mano para aclarar la imagen: pero sus piernas lo retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.

“Ésta es mi muerte”, dijo. [4]

(…)

Escribió Gabo que Rulfo daba nombre a sus personajes leyendo lápidas en los cementerios de Jalisco ♦

Juan Rulfo, 1979 / Archivo de la Fundación Juan Rulfo

Juan Rulfo, 1979 / Archivo de la Fundación Juan Rulfo


[1] Interpretación del escritor y estudioso de la obra rulfiana Alberto Vital en una entrevista concedida al diario chileno El Clarín.
[2] Extracto de la entrevista realizada por Robert Saladrigas al autor mexicano en 1971, recogida en: Voces del boom (Ediciones Alfabia, 2011).
[3] En 1940, Juan Rulfo terminó una novela que él mismo procuró que no llegara muy lejos. La obra, que calificó como “extensa”, abordaba la soledad de un campesino transportado a una gran ciudad como el D.F. Cuando muchos años más tarde, en 1977, le preguntaron en el plató de Televisión Española por qué se deshizo de ella, Rulfo, con una sonrisa casi malvada, sentenció: “Porque era muy mala”. Esto demuestra que Rulfo, según parece, también fue un escritor joven.
[4] Fragmento, casi definitivo, de Pedro Páramo.

Agradecimiento especial a la Fundación Juan Rulfo, que con tanta cortesía respondió a mis inquietudes y  cedió imágenes de su archivo para ilustrar este artículo.


Más publicaciones de Jorge Raya Pons.

3 comentarios

  1. Reblogueó esto en Libros, Cine y Másy comentado:
    Hoy 7 de enero del 2016 se conmemoran 30 años del fallecimiento del gran Juan Rulfo. Les comparto el post «Juan Rulfo no escribía santos» del blog La Activa Minoría. Que lo disfruten.

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